Respiré más fuerte de lo habitual, y tía Rose levantó su vista antes fijada en el pañuelo de seda que bordaba incansablemente durante algo más de una hora, la misma hora que yo me pasé mirando al techo de nuestro nada humilde salón de lectura. Ese en el que estaba prohibido que leyese ninguno de los libros que habitaban en cada una de las estanterías, porque según ella me podrían llenar la cabeza de pájaros y de falsas ilusiones. Como si ella no se encargase de hacerlo a cada poco.
―¿Ocurre algo de lo que me deba preocupar? ―dijo tía Rose levantando su ceja al escuchar mi suspiro.
―Nada, tía, es solo que se me hace eterno este momento.
―Te dije que cosieras. ―Giró su cabeza para señalar el lugar donde me había dejado aquellas agujas e hilos tiempo atrás―, en cambio, tú elegiste el aburrimiento.
Como si la costura no fuese algo tedioso, pensé.
El verdadero motivo de mi suspiro era otro, se acercaba la fecha de compromiso con el duque de Summerfield y aún no sabía como era él. Después del matrimonio que la tía acababa de arreglar con el barón para mi hermana Eliza lo normal era que me preocupase.